miércoles, 22 de abril de 2015

De putas y hadrones




AB OVO


Todo comienza in medias res. Pero a veces hace falta un pequeño racconto. Hagámoslo.
Mis alumnos de 3º de ESO (15 años) descubrieron que Google tiene un servicio que ofrece la definición del término solicitado. Descubrieron que, para la palabra 'puta', ofrecía como segunda acepción "Mujer que practica el sexo con hombres con los que no tiene relación de pareja y, en general, es fácil de conquistar o toma la iniciativa". Les pareció tremendamente sexista y me propusieron escribir una carta de protesta a Google, y yo les sugerí que empezaran planteando una recogida de firmas en Change.org. Así lo hicieron, y la compartimos. Al día siguiente recibí un correo de un alumno de Bachillerato que me informaba de que Google no tiene un diccionario propio, y me recomendaba la lectura del artículo Diccionario penal, de Javier Marías. Y lo que sigue es la respuesta a su correo:


De putas y hadrones.

Vayamos por partes, porque en tu correo planteas cuestiones muy importantes y muy complejas que, creo yo, merecen tratamiento separado.

I

Me dices que Google no tiene un diccionario propio, sino que sus respuestas a la petición de ‘definición de “término”’ son el resultado de lo que se recoge en otros buscadores. Pero el hecho es que, tenga o no Google un diccionario constituido como tal, ofrece un mecanismo de búsqueda de significados de palabras. Es decir, el equivalente a un diccionario. Y ese servicio de búsqueda de significados ofrece para la palabra “puta” una acepción claramente sexista y bastante pormenorizada (Mujer que practica el sexo con hombres con los que no tiene relación de pareja y, en general, es fácil de conquistar o toma la iniciativa) que no está recogida en el Drae, ni en el diccionario de El país, ni en el de El mundo, ni en el diccionario Salamanca, ni en Wordreference. Desconozco dónde realiza Google esas búsquedas, pero creo que, viendo cómo desprecia la autoridad de los diccionarios más importantes que conozco, su método es cuestionable.

Google es una empresa que opera con el material más delicado que existe: la información. Gestiona, indexa, clasifica y ofrece resultados claramente jerarquizados a cada búsqueda. Por supuesto, trata de ofrecer una imagen de absoluta neutralidad  y argumenta que sus jerarquizaciones de resultados son producto de algoritmos. (Ante esto, tengo que aclarar que desconfío hasta tal punto de la neutralidad en el ámbito del conocimiento que ni siquiera creo, por poner un ejemplo, que el acelerador de hadrones del CERN sea realmente neutral). Ahora bien, en los primeros minutos del documental El mundo según Google, una de las personas entrevistadas admite que Google valora la relevancia de las fuentes consultadas. No explica cuáles son los criterios de valoración (quizá sean secreto empresarial), pero pone el ejemplo de que el New York Times recibe una valoración más alta que un medio local. Y esa valoración la realizarán personas, me imagino, lo que introduce un margen de subjetividad en todo el proceso. Ya no es el resultado de puros algoritmos. Pero es que, además, esos algoritmos están diseñados por personas con determinados objetivos, y no creo estar muy lejos de lo cierto si afirmo que el objetivo principal de Google es conseguir el máximo número de visitas, como es esperable de cualquier empresa que aspira al máximo beneficio económico. Lo que mueve a Google, en última instancia, no es la filantropía ni el filosófico amor a la verdad, sino la búsqueda de los mejores balances económicos.  Y tanto la Historia como la mera actualidad nos ofrecen innumerables ejemplos de cómo disfrazar las cosas o incluso mentir descaradamente puede ser mucho más rentable que buscar la verdad.

Volviendo a la cuestión de la definición antes mencionada, si es cierto que Google ofrece el resultado de búsquedas en otros suministradores de contenido, me parece claro que valora muy positivamente fuentes que no son ninguno de los diccionarios más fiables y, no tengo datos, pero me atrevería a afirmar que más utilizados que existen. ¿Cuáles son esas fuentes? ¿Están dotadas de un mínimo de ‘auctoritas’? ¿Con qué criterios se priorizan sobre otras? Yo creo que los usuarios del buscador más utilizado del mundo  y que condiciona de manera indudable la visión del mundo de millones de personas tenemos derecho a saberlo.

II

Por otra parte, me envías el artículo Diccionario penal, de Javier Marías, magnífico, como todos los que he leído de él.
De todo el texto, me parece especialmente relevante el siguiente fragmento:

El DRAE no “sanciona”, no “legaliza”, no “da carta de naturaleza”, no “autoriza” a utilizar un vocablo, no señala lo que es admisible o inadmisible, entre otras razones porque no tiene poder para ello. La gente habla y escribe como le da la gana, y al hacerlo le trae sin cuidado lo que incluya o diga el Diccionario. Éste no “faculta” ni “impide”, tampoco castiga ni multa, ni siquiera reprende a nadie, todo eso está fuera de sus atribuciones. El DRAE es neutro, es un mero recipiente, un registro de lo que los hablantes deciden emplear libre y espontáneamente (eso sí, de forma mayoritaria y duradera). Cuando un uso arraiga, o figura en textos importantes, al Diccionario no le queda sino recogerlo.

La primera afirmación me ha traído  a la memoria una situación (una entre muchas, la verdad) que se me planteó hace ya bastantes años. Se trataba de una discusión en clase acerca de un libro cuyo título soy incapaz de recordar. Uno de los personajes, una chica, acababa de descubrir el placer del sexo y expresaba su deseo de repetir la experiencia. Uno de los alumnos (estábamos en 1º de bachillerato, 17 años) la describió como viciosilla y varios más se mostraron de acuerdo con la definición. Yo les pregunté por qué les parecía un vicio el deseo sexual, y por qué definían a la chica con un calificativo peyorativo que, de alguna manera, implicaba rechazo hacia su actitud. Entonces, la discusión derivó hacia el sentido de ‘vicio’. Supongo que, por defendella y no enmendalla y para demostrar que no eran unos retrógrados, comenzaron a explicarme que para ellos, los ‘vicios’ no eran malos, sino todo lo contrario, y que calificativos como viciosilla, y hasta guarrilla, llegado el caso, podían tener un matiz incluso positivo. No voy a describir la deriva posterior de la discusión (en la que alguna chica se mostró de acuerdo con el uso de viciosilla, incluso a pesar de reconocer que a ningún chico con marcado apetito sexual se le definiría con términos semejantes), que no concluyó hasta que pusimos el DRAE encima de la mesa y examinamos las acepciones de vicio y de guarra aplicables al caso y quedó demostrado que no existe pirueta mental capaz de otorgarles sentido positivo en la lengua culta común.
El DRAE, quieras que no, está dotado de la máxima ‘auctoritas’ en materia léxica. Es cierto que no es un código penal, pero es el referente que utilizamos quienes enseñamos Lengua para, por ejemplo, justificar las décimas que descontamos en la nota de un trabajo por utilizar las palabras de modo incorrecto, por ejemplo. El diccionario de la Academia es la instancia de apelación en que basamos nuestras correcciones y orientamos nuestras recomendaciones. Y yo creo que sí señala, o sirve de base para que los que enseñamos Lengua señalemos lo que es inadmisible en un texto de nivel culto. Eso no implica, desde luego, que nos restrinjamos a la literalidad de la denotación, o que no aceptemos o incluso valoremos muy positivamente el uso creativo del lenguaje. Simplemente es una herramienta que nos sirve para justificar el rechazo de usos claramente incorrectos. Ahí, el DRAE tiene la última palabra. Porque, en definitiva, yo creo que sabemos que en un ámbito académico, en cualquier ámbito que exija cierto rigor intelectual, la gente no puede hablar y escribir como le da la gana. El lenguaje es intersubjetivo y se ajusta a una norma compartida que hace posible la comunicación (si tal cosa no existiera, si realmente fuera cierto que cada hablante pudiera utilizar la lengua como le diera la gana, estaríamos en un mundo de lenguajes privados e intraducibles que haría aún más difíciles las relaciones interpersonales). Sería perfecto que esa norma fuese producto del consenso de los hablantes, pero el hecho es que, en la comunidad lingüística de la que formamos parte, existe un grupo de hablantes que tiene un papel privilegiado a la hora de definirla. Y yo creo que eso implica una responsabilidad muy grande de la que no se puede abdicar con ligereza Aunque implique tomar en consideración las voces de los que disienten respecto a una determinada acepción, y analizar y valorar con criterios tan claros como sea posible sus protestas. Porque, de hecho, en mi opinión, la situación ideal sería aquella en que los criterios para la elaboración del Diccionario fueran absolutamente transparentes y estuvieran sometido al escrutinio público.

La otra afirmación, la de que el DRAE es neutro, es un mero recipiente, un registro de lo que los hablantes deciden emplear libre y espontáneamente (eso sí, de forma mayoritaria y duradera)” también merece ser analizada, porque nos lleva a plantearnos cuestiones muy serias, como la de la posibilidad de la neutralidad en el terreno de las ciencias humanas y sociales, e incluso en las ciencias en general.
En los años setenta, cuando era estudiante del antiguo bachillerato, todavía más inexperto e ingenuo de lo que ahora soy, compré, sin mirar la fecha de edición, un ejemplar del Diccionario Manual e lustrado de la Lengua Española que resultó ser una reedición del publicado en 1950. La verdad es que fue una compra fallida, pero lo conservo como un tesoro, y hoy me viene de perlas para explicar lo que quiero decir.
Si en ese diccionario buscamos la palabra “puta”, nos remite a “ramera”, que se define como “f. Mujer que hace ganancia con su cuerpo, entregada vilmente al vicio de la lascivia.” (las negritas son mías). Imagínate, 1950, los años de mayor pujanza del nacional-catolicismo.  A lo mejor, quienes propusieron esa definición como canónica creían también que estaban siendo neutrales. Pero el hecho es que no lo eran, que la definición está plagada de repugnancia moral, probablemente acorde con la ideología dominante de la época, y que el texto no se limita a definir con asepsia, sino que juzga y condena. ¿Cuáles son las bases de esa definición? ¿Tiene algo que ver con los personajes que con tremenda ternura describe, por poner un ejemplo que te pueda ser familiar, Cela en La colmena? ¿O con las que pueblan los libros autobiográficos de Terenci Moix? ¿Era realmente mayoritario en la sociedad de la época ese rechazo absoluto? No lo creo. Mi experiencia de aquel tiempo tampoco lo confirma. Recuerdo al respecto haber escuchado en los años sesenta a una amiga de mi madre decir que prefería trabajar para una puta que para una puritana meapilas, porque las putas que había conocido eran alegres y generosas, mientras que su actual jefa era una mujer de misa diaria, pero amargada, avarienta y mezquina. Y haber oído a mi madre darle la razón.

Lo que quiero decir es que ninguna conclusión que podamos extraer acerca de la realidad es verdaderamente neutra. Nuestra mirada está condicionada por su propia parcialidad (toda mirada es parcial en el sentido de que ninguna puede ver el todo, y quien observa registra unos datos y desecha otros, porque es imposible recogerlos todos), por lo que somos, por el tiempo en que vivimos, por nuestros propios intereses confesados o no, por los intereses de quien nos paga para pensar o investigar, por lo que hemos visto y experimentado, por las convicciones que sabemos que tenemos y por otras que desde el sustrato de nuestra conciencia y sin que sepamos bien cómo se han instalado ahí condicionan nuestra percepción. La mirada del sujeto altera la percepción del objeto. Los físicos lo saben y Heisenberg lo formuló de modo radical: los instrumentos de observación interfieren en aquello que se observa (“la medida acaba siendo perturbada por el propio sistema de medición). Y lo que es válido para la física cuántica lo es en grado mucho mayor para cualquiera de las ciencias humanas. Porque, incluso si las conclusiones proceden del más escrupuloso tratamiento estadístico, alguien perfecta o imperfectamente humano habrá diseñado la muestra, jerarquizado la información y establecido el tratamiento. Y eso se hace, entre otras cosas, desde los principios que uno defiende o condena, o desde aquellos con los que uno es connivente aún sin compartirlos, o simplemente aceptando que las cosas son de un determinado modo, que existe una versión ‘neutra’ de la realidad.

Javier Marías afirma también que “cuando un uso arraiga, o figura en textos importantes, al Diccionario no le queda sino recogerlo”. Y yo me pregunto cuál es el número aproximado de hablantes y de apariciones de un uso en el discurso  necesario para considerarlo arraigado. Si quienes elaboran los diccionarios tienen capacidad para examinar todos los usos, y si no, a partir de qué criterios toman en cuenta unos y excluyen otros. Y cuál es el baremo según el que se decide que un texto es más importante que otro, que factores tomamos en cuenta, si predominan los cuantitativos o los cualitativos, o si debemos fiarnos de la intuición de los expertos. Y me pregunto qué margen de subjetividad encierra ese tipo de decisiones.
No busco un diccionario que recoja todos los usos. Eso nos llevaría a un mapa del imperio tan grande como el propio imperio, como en el texto de Borges. Sólo pretendo que se expliciten los criterios con que se seleccionan.

Los seres humanos necesitamos verdades (en otros tiempos, nos la suministraba la religión, luego fue la ciencia). Pero quizá vaya siendo hora de que empecemos a entender qué son y qué valor tienen las verdades. Porque no pueden ser más que aquello que ha sido dado por cierto en determinadas circunstancias históricas y con los medios intelectuales y materiales de que en cada momento se dispone. Y que toda verdad puede ser mejorada con mejores medios intelectuales y materiales. Y esto, que yo creo que vale para las ciencias en general, vale también para los diccionarios.