jueves, 3 de septiembre de 2015


¿QUÉ HACEMOS CON LA CULPA?

(Intento de respuesta a Jorge, que quiere ser bueno)


La pregunta, si no he entendido mal, es qué hacemos con la culpa los que no creemos que exista un dios que pueda perdonarnos, o ante el que podamos hacer méritos para ser perdonados.
Entiendo que esa preocupación surge a partir de tus contactos con gente católica que cree firmemente en el perdón de los pecados, en la idea de que existe un dios que tiene delegados en el mundo capaces de dispensar perdón a cambio de arrepentimiento y propósito de enmienda. Y, si lo analizas un poco, te darás cuenta de que esa creencia resulta cómoda, pero un tanto infantil. ¿Quién está realmente capacitado para impartir el perdón por miserias íntimas que a menudo uno es incapaz de explicarse a sí mismo? ¿Qué grado de conocimiento de la naturaleza humana y del funcionamiento de la sociedad y del mundo se necesitan para decir en serio “ego te absolvo” y para que eso tenga efecto real en una conciencia despierta? ¿De qué modo está capacitado un cura para indicar el modo de expiar una culpa?
La creencia en el perdón de los pecados es intrínsecamente católica, especialmente arraigada en los países del sur, y ni siquiera es común a todas las ramas del cristianismo.
El padre de un amigo protestante solía emplear el término ‘catholic’ como sinónimo de “moralmente laxo”. Yo, que había tenido una formación católica bastante superficial en las escuelas franquistas y sólo me había confesado de niño una vez, no entendía a qué se refería, y me dio una explicación simple: ¿por qué te vas a tomar la molestia de obrar con rectitud si tienes el recurso de contarle tus faltas a un cura y ser perdonado?
Funciona de un modo que me parece muy retorcido, porque lo que el cura está capacitado para perdonar no es el mal real que has causado al mundo, sino la ofensa hecha a dios. Y te libra de ir de cabeza al infierno, pero no te exime de pagar con sufrimiento terrible tras la muerte el daño causado. Sitúa en otra vida hipotética la compensación del mal por medio del castigo divino –con años o siglos de sufrimiento entre las llamas del purgatorio, por ejemplo-. Porque al final, es dios el  único que tiene la sabiduría suficiente para otorgar el perdón o decidir el castigo. Con lo cual, después de la confesión (en la que uno debe arrepentirse de su desobediencia ante dios, pero no necesariamente compadecerse de aquellos a quienes se ha perjudicado y buscar la reparación real del daño causado), uno puede quedarse tranquilo pensando que el problema está resuelto con la absolución y aguardar la temporada en el reformatorio con la esperanza de un final feliz y eterno en el paraíso. Todo eso me parece moralmente perverso. Porque el mal que hacemos los humanos sucede en este mundo. Es aquí donde hay que evitarlo o compensarlo. El castigo total y eterno en el infierno pretende tener una función disuasoria frente a la que el pecador puede muy bien pensar aquello de “largo me lo fiais” y no surtir ningún efecto. Y las penas del purgatorio (que no sé si sigue existiendo) son una coartada que hace innecesaria la compensación del daño o la ofensa. Con lo cual, la proporción real de mal en el mundo no tiene por qué disminuir.

UN SUCEDIDO

Calculo que tendría nueve años cuando, empezado ya el 4º curso de EGB, apareció en nuestra clase un chaval pelirrojo y pequeñito que enseguida mostró ser mucho más inteligente que la media de la clase. El profesor que teníamos entonces lo colocó en la primera fila, yo creo que a mi lado.
Empezamos a hablar enseguida. Me venía a buscar para ir a la escuela; a veces se quedaba a comer en mi casa o mi madre le ofrecía algo mientras él esperaba a que yo terminase la comida... Nos entendíamos bien. No nos gustaba jugar al balón y siempre teníamos conversación, aunque no recuerdo de qué hablábamos.
Siempre tenía un libro debajo del pupitre y leía todo el tiempo, incluso mientras el profesor explicaba. En una ocasión en que estábamos leyendo por turno, el profesor se dio cuenta de que estaba en otra cosa, saltó varios turnos y le ordenó a él que siguiera la lectura. Yo creo que todos contuvimos la respiración, porque aquél era ‘de los que pegaban’.  Pero él sólo vaciló un momento, levantó la vista y siguió en el punto exacto donde el anterior lo había dejado.
Un día vi que dos de los que se sentaban detrás (mis amigos) le daban collejas. Yo les pregunté por qué, si era majo, y C. me dijo que estaba tan a lo suyo que ni se enteraba. Y, por hacer la prueba, yo también le di una colleja. Él no dijo nada ni se enfadó. Me miró con una cara en la que yo leí algo como “Los otros son idiotas, pero tú...”. Yo me sentí fatal, pero le lancé una mirada burlona. Puede que hasta soltara una risa desafiante. Y entonces empecé a buscar razones para justificar el maltrato.
El resultado es que nos distanciamos. Dejó de venir a buscarme a casa y ya casi ni hablábamos. Él se quedó solo.
Es el primer ejemplo claro de traición que recuerdo haber cometido.
El curso siguiente nos cambiaron de escuela y no volví a saber de él ni lo volví a ver por el pueblo. Se apellidaba Saavedra y mis amigos le llamaban “Cerviguillo”.
Cuando me acuerdo de él, siento una punzada en el estómago que no se me pasa. Y no tiene cura.
Lo peor del asunto es que tardé años en entender qué había pasado, cuáles habían sido las consecuencias de la colleja, la dimensión del daño causado. Y más tiempo aún en entender por qué lo había hecho. Y cuando tuve más o menos madurado el asunto, ya sabía que no había perdón posible: ni siquiera buscarle para mostrarle mi arrepentimiento, invitarle a comer en mi casa como antes o cualquier otra estrategia absurda hubieran servido para remediar el hecho de que se sintió traicionado, que se quedó solo y que probablemente contribuí de manera decisiva a empeorar su visión del género humano.

Así que no queda más remedio que convivir con la culpa y buscar por tus propios medios algún tipo de expiación que suponga, por lo menos, la compensación del daño causado. Incluso aceptando que lo hecho, hecho está y tiene sus consecuencias irremediables para quien lo ha sufrido, yo creo que es posible reconciliarse con uno mismo intentando, por lo menos, mejorar la vida de otros tanto como has empeorado la de algunos.

El problema es que las cosas son complicadas y muchas veces cuesta entender por qué actuamos de una determinada manera, cuando podríamos haberlo hecho mucho mejor. A veces lleva tiempo entender los mecanismos que nos mueven y qué consecuencias van a tener nuestros actos y nuestras palabras, y sin entender eso estamos condenados a meter la pata una vez tras otra, y a vivir con la sospecha de ser, muy a menudo, moralmente ineptos. El aspecto positivo es que a veces se acierta, uno da en el clavo y hace lo correcto, y parece que todo encaja durante un rato. Es una sensación increíble.