¿QUÉ HACEMOS CON LA CULPA?
(Intento de respuesta a Jorge, que quiere ser bueno)
La pregunta, si no he entendido
mal, es qué hacemos con la culpa los que no creemos que exista un dios que
pueda perdonarnos, o ante el que podamos hacer méritos para ser perdonados.
Entiendo que esa preocupación
surge a partir de tus contactos con gente católica que cree firmemente en el
perdón de los pecados, en la idea de que existe un dios que tiene delegados en
el mundo capaces de dispensar perdón a cambio de arrepentimiento y propósito de
enmienda. Y, si lo analizas un poco, te darás cuenta de que esa creencia
resulta cómoda, pero un tanto infantil. ¿Quién está realmente capacitado para
impartir el perdón por miserias íntimas que a menudo uno es incapaz de
explicarse a sí mismo? ¿Qué grado de conocimiento de la naturaleza humana y del
funcionamiento de la sociedad y del mundo se necesitan para decir en serio “ego
te absolvo” y para que eso tenga efecto
real en una conciencia despierta? ¿De qué modo está capacitado un cura para
indicar el modo de expiar una culpa?
La creencia en el perdón de los
pecados es intrínsecamente católica, especialmente arraigada en los países del
sur, y ni siquiera es común a todas las ramas del cristianismo.
El padre de un amigo protestante
solía emplear el término ‘catholic’ como sinónimo de “moralmente laxo”. Yo, que
había tenido una formación católica bastante superficial en las escuelas
franquistas y sólo me había confesado de niño una vez, no entendía a qué se refería, y
me dio una explicación simple: ¿por qué te vas a tomar la molestia de obrar con
rectitud si tienes el recurso de contarle tus faltas a un cura y ser perdonado?
Funciona de un modo que me parece muy retorcido, porque lo que el cura está capacitado para perdonar no es el mal real
que has causado al mundo, sino la ofensa hecha a dios. Y te libra de ir de
cabeza al infierno, pero no te exime de pagar con sufrimiento terrible tras la
muerte el daño causado. Sitúa en otra vida hipotética la compensación del mal
por medio del castigo divino –con años o siglos de sufrimiento entre las llamas
del purgatorio, por ejemplo-. Porque al final, es dios el único que tiene la sabiduría suficiente
para otorgar el perdón o decidir el castigo. Con lo cual, después de la confesión
(en la que uno debe arrepentirse de su desobediencia ante dios, pero no
necesariamente compadecerse de aquellos a quienes se ha perjudicado y buscar la
reparación real del daño causado), uno puede quedarse tranquilo pensando que el
problema está resuelto con la absolución y aguardar la temporada en el
reformatorio con la esperanza de un final feliz y eterno en el paraíso. Todo
eso me parece moralmente perverso. Porque el mal que hacemos los humanos sucede
en este mundo. Es aquí donde hay que evitarlo o compensarlo. El castigo total y
eterno en el infierno pretende tener una función disuasoria frente a la que el
pecador puede muy bien pensar aquello de “largo me lo fiais” y no surtir ningún
efecto. Y las penas del purgatorio (que no sé si sigue existiendo) son una
coartada que hace innecesaria la compensación del daño o la ofensa. Con lo
cual, la proporción real de mal en el mundo no tiene por qué disminuir.
UN SUCEDIDO
Calculo que tendría nueve años
cuando, empezado ya el 4º curso de EGB, apareció en nuestra clase un chaval
pelirrojo y pequeñito que enseguida mostró ser mucho más inteligente que la
media de la clase. El profesor que teníamos entonces lo colocó en la primera
fila, yo creo que a mi lado.
Empezamos a hablar enseguida. Me
venía a buscar para ir a la escuela; a veces se quedaba a comer en mi casa o mi
madre le ofrecía algo mientras él esperaba a que yo terminase la comida... Nos
entendíamos bien. No nos gustaba jugar al balón y siempre teníamos
conversación, aunque no recuerdo de qué hablábamos.
Siempre tenía un libro debajo del
pupitre y leía todo el tiempo, incluso mientras el profesor explicaba. En una
ocasión en que estábamos leyendo por turno, el profesor se dio cuenta de que
estaba en otra cosa, saltó varios turnos y le ordenó a él que siguiera la
lectura. Yo creo que todos contuvimos la respiración, porque aquél era ‘de los
que pegaban’. Pero él sólo vaciló
un momento, levantó la vista y siguió en el punto exacto donde el anterior lo
había dejado.
Un día vi que dos de los que se
sentaban detrás (mis amigos) le daban collejas. Yo les pregunté por qué, si era
majo, y C. me dijo que estaba tan a lo suyo que ni se enteraba. Y, por hacer la
prueba, yo también le di una colleja. Él no dijo nada ni se enfadó. Me miró con
una cara en la que yo leí algo como “Los otros son idiotas, pero tú...”. Yo me
sentí fatal, pero le lancé una mirada burlona. Puede que hasta soltara una risa
desafiante. Y entonces empecé a buscar razones para justificar el maltrato.
El resultado es que nos
distanciamos. Dejó de venir a buscarme a casa y ya casi ni hablábamos. Él se
quedó solo.
Es el primer ejemplo claro de
traición que recuerdo haber cometido.
El curso siguiente nos cambiaron
de escuela y no volví a saber de él ni lo volví a ver por el pueblo. Se
apellidaba Saavedra y mis amigos le llamaban “Cerviguillo”.
Cuando me acuerdo de él, siento
una punzada en el estómago que no se me pasa. Y no tiene cura.
Lo peor del asunto es que tardé
años en entender qué había pasado, cuáles habían sido las consecuencias de la
colleja, la dimensión del daño causado. Y más tiempo aún en entender por qué lo
había hecho. Y cuando tuve más o menos madurado el asunto, ya sabía que no
había perdón posible: ni siquiera buscarle para mostrarle mi arrepentimiento,
invitarle a comer en mi casa como antes o cualquier otra estrategia absurda
hubieran servido para remediar el hecho de que se sintió traicionado, que se
quedó solo y que probablemente contribuí de manera decisiva a empeorar su
visión del género humano.
Así que no queda más remedio que
convivir con la culpa y buscar por tus propios medios algún tipo de expiación
que suponga, por lo menos, la compensación del daño causado. Incluso aceptando
que lo hecho, hecho está y tiene sus consecuencias irremediables para quien lo
ha sufrido, yo creo que es posible reconciliarse con uno mismo intentando, por
lo menos, mejorar la vida de otros tanto como has empeorado la de algunos.
El problema es que las cosas son
complicadas y muchas veces cuesta entender por qué actuamos de una determinada
manera, cuando podríamos haberlo hecho mucho mejor. A veces lleva tiempo
entender los mecanismos que nos mueven y qué consecuencias van a tener nuestros
actos y nuestras palabras, y sin entender eso estamos condenados a meter la
pata una vez tras otra, y a vivir con la sospecha de ser, muy a menudo, moralmente
ineptos. El aspecto positivo es que a veces se acierta, uno da en el clavo y
hace lo correcto, y parece que todo encaja durante un rato. Es una sensación
increíble.
No hay comentarios:
Publicar un comentario