lunes, 1 de junio de 2015

SOBRE VERDAD Y PROGRESO (Y UN POQUITO DE FOUCAULT)


SOBRE VERDAD Y PROGRESO (EN RELACIÓN CON FOUCAULT)

Por lo que recuerdo de lo que en su día leí de Foucault, yo sitúo su arqueología del conocimiento en la línea de los que ponen su empeño en buscar bases sólidas para un conocimiento más “verdadero” a partir de crítica radical del conocimiento dado por válido. Una de las cosas importantes que demuestra es que en determinadas épocas se emplean procedimientos para llegar a la verdad que el tiempo muestra como erróneas. Así, el método analógico que aborda en la primera parte de Las palabras y las cosas, este que consistía en establecer un vínculo entre realidades a partir de analogías formales (no sé si utiliza este ejemplo, pero si no, lo hace con otros similares: la hoja de la planta llamada ‘pulmonaria’, que recibe el nombre a partir de su semejanza con un pulmón humano; de modo que de esa semejanza se deduce que la infusión de esa hoja tiene propiedades curativas para los males del pulmón). Esta forma de conocimiento, que pervive en la cultura popular, al menos residualmente, se basa en la creencia de que el mundo, las cosas, nos envía mensajes que podemos comprender si observamos atentamente. Es una forma de conocimiento que sirve igualmente de base a la cultura de las herboleras que a la mántica de los arúspices o los augures. Se trata de preguntarle cosas al mundo y esperar que responda por medio de analogías que podemos intepretar.  Y ese modelo de conocimiento fue dominante durante épocas enteras, y alcanzó enorme poder.
Pero es que otro aspecto fundamental de la obra de Foucault es la relación que establece entre el conocimiento y el poder, el análisis del modo en que conocimiento y poder están interconectados –sobre todo a partir de las instituciones que generan e imparten conocimiento, verdad, justicia-, y del modo en que el poder se convierte en administrador de la verdad para autoafirmarse, para generar impresión de legitimidad, para perpetuarse y crecer, en definitiva. Recuerdo haber leído parte de un libro en el que analizaba el discurso de ciertas sentencias judiciales (que son algunas de las expresiones máximas de ‘discurso dotado de poder’, del poder de matar, incluso, o de privar de libertad) y del análisis se desprendía que, bajo el amparo del poder de la institución o del cargo, discursos privados del más mínimo rigor intelectual adquieren valor de verdad, y tienen el poder de destruir la vida, o de distribuir los recursos, o de alterar la realidad en favor de unos y en perjuicio de otros. ¿Someter a una crítica implacable ese tipo de discursos va unido a una cierta idea de progreso? Supongo que sí. ¿Revelar que una buena parte de las verdades de las ciencias –de las “humanas” y de las otras- están al servicio del poder es un progreso? Pues probablemente también. En la misma medida en que la crítica de Voltaire a los prejuicios del Antiguo Régimen favoreció la Revolución, la arqueología radical de Foucault puede ayudar, junto con otras maneras también radicales de entender (o de no entender) el mundo, a crear un caldo de cultivo del que surja una visión nueva y mejor del mundo. Puede. No lo sé. Pero hay que reconocer que su discurso, si bien cuenta con el respeto intelectual de muchos, no parece ligado a ningún ‘poder’ de los que realmente actúan en la transformación de la realidad. A pesar de que debería tener un peso enorme entre quienes quisieran transformar las estructuras que administran el conocimiento y el poder, no creo que tenga mucho eco en ese ámbito.

Al principio he hablado un poco alegremente de un ‘conocimiento más verdadero’. Eso implica, en principio, cierta dosis de fe en que pueda haber algo a lo que llamemos ‘verdad’.  El caso es que el conocimiento racional no parece capaz de suministrar verdades de carácter absoluto, indudables y permanentes. En ese terreno, la razón tiene la guerra perdida frente a la fe, y la ciencia no puede suplantar a la religión como suministradora de material de ese tipo. Sin embargo, parece como si los seres humanos fueran incapaces de mantenerse en pie en un mundo en que toda verdad que proporciona el conocimiento racional (científico, humanístico, filosófico) es siempre manifiestamente mejorable, transitoria y siempre sustituida por otra verdad que simplemente explica más cosas. Es, creo yo, la herencia que ha dejado en el espíritu humano una tradición bimilenaria de verdades reveladas y dogmas de fe (y, también, la otra herencia, la humanística, que otorga al ser humano, en tanto que poseedor de un alma semejante a la de los ángeles, la capacidad de conocer la Verdad). Los seres humanos tienden a sobrevalorar su capacidad de conocer. No se resignan a ser pequeñas criaturas en un mundo sin dios que van, generación tras generación, descubriendo torpemente cómo funcionan pequeñas parcelas del universo y de sí mismos. Aspiran a la Verdad, y, como las fuerzas y la vida no les alcanzan, inventan simplificaciones que les expliquen el todo. Lo que es más confortable para el espíritu que vivir en la incertidumbre, en el temor a estar radicalmente equivocado, o a que las cosas no tengan el sentido que les hemos dado, o a que simplemente no tengan un sentido que podamos encontrar en nuestras cortas vidas.


Y esto último tiene también que ver con otro término que he utilizado con bastante alegría, el de ‘progreso’, que también tiene mucho que ver con una determinada concepción del tiempo y de la Historia unidas a una concepción teleológica de carácter, diría yo, también religioso, basada en la idea de que existe una fuerza en el universo que conduce las cosas hacia el bien. Pero lo cierto es que la idea de progreso es enormemente problemática, entre otras cosas porque no hemos llegado a un acuerdo acerca de cuál es ese ‘bien’ que perseguimos y, por lo tanto, no estamos en condiciones de saber si el devenir de la humanidad nos acerca o nos aleja de él. Habría que trabajar un poco sobre eso, sobre qué es el bien que perseguimos para la humanidad y para el mundo antes de saber si progresamos o si avanzamos hacia el desastre.

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