SOBRE VERDAD Y PROGRESO (EN RELACIÓN CON FOUCAULT)
Por lo que recuerdo de lo que en
su día leí de Foucault, yo sitúo su arqueología del conocimiento en la línea de
los que ponen su empeño en buscar bases sólidas para un conocimiento más
“verdadero” a partir de crítica radical del conocimiento dado por válido. Una
de las cosas importantes que demuestra es que en determinadas épocas se emplean
procedimientos para llegar a la verdad que el tiempo muestra como erróneas.
Así, el método analógico que aborda en la primera parte de Las palabras y
las cosas, este que consistía en establecer
un vínculo entre realidades a partir de analogías formales (no sé si utiliza
este ejemplo, pero si no, lo hace con otros similares: la hoja de la planta
llamada ‘pulmonaria’, que recibe el nombre a partir de su semejanza con un
pulmón humano; de modo que de esa semejanza se deduce que la infusión de esa
hoja tiene propiedades curativas para los males del pulmón). Esta forma de
conocimiento, que pervive en la cultura popular, al menos residualmente, se
basa en la creencia de que el mundo, las cosas, nos envía mensajes que podemos
comprender si observamos atentamente. Es una forma de conocimiento que sirve
igualmente de base a la cultura de las herboleras que a la mántica de los arúspices
o los augures. Se trata de preguntarle cosas al mundo y esperar que responda
por medio de analogías que podemos intepretar. Y ese modelo de conocimiento fue dominante durante épocas
enteras, y alcanzó enorme poder.
Pero es que otro aspecto
fundamental de la obra de Foucault es la relación que establece entre el
conocimiento y el poder, el análisis del modo en que conocimiento y poder están
interconectados –sobre todo a partir de las instituciones que generan e
imparten conocimiento, verdad, justicia-, y del modo en que el poder se
convierte en administrador de la verdad para autoafirmarse, para generar
impresión de legitimidad, para perpetuarse y crecer, en definitiva. Recuerdo
haber leído parte de un libro en el que analizaba el discurso de ciertas sentencias
judiciales (que son algunas de las expresiones máximas de ‘discurso dotado de
poder’, del poder de matar, incluso, o de privar de libertad) y del análisis se
desprendía que, bajo el amparo del poder de la institución o del cargo,
discursos privados del más mínimo rigor intelectual adquieren valor de verdad,
y tienen el poder de destruir la vida, o de distribuir los recursos, o de
alterar la realidad en favor de unos y en perjuicio de otros. ¿Someter a una
crítica implacable ese tipo de discursos va unido a una cierta idea de
progreso? Supongo que sí. ¿Revelar que una buena parte de las verdades de las
ciencias –de las “humanas” y de las otras- están al servicio del poder es un
progreso? Pues probablemente también. En la misma medida en que la crítica de
Voltaire a los prejuicios del Antiguo Régimen favoreció la Revolución, la
arqueología radical de Foucault puede ayudar, junto con otras maneras también
radicales de entender (o de no entender) el mundo, a crear un caldo de cultivo
del que surja una visión nueva y mejor del mundo. Puede. No lo sé. Pero hay que
reconocer que su discurso, si bien cuenta con el respeto intelectual de muchos,
no parece ligado a ningún ‘poder’ de los que realmente actúan en la
transformación de la realidad. A pesar de que debería tener un peso enorme
entre quienes quisieran transformar las estructuras que administran el
conocimiento y el poder, no creo que tenga mucho eco en ese ámbito.
Al principio he hablado un poco
alegremente de un ‘conocimiento más verdadero’. Eso implica, en principio,
cierta dosis de fe en que pueda haber algo a lo que llamemos ‘verdad’. El caso es que el conocimiento racional
no parece capaz de suministrar verdades de carácter absoluto, indudables y permanentes.
En ese terreno, la razón tiene la guerra perdida frente a la fe, y la ciencia
no puede suplantar a la religión como suministradora de material de ese tipo.
Sin embargo, parece como si los seres humanos fueran incapaces de mantenerse en
pie en un mundo en que toda verdad que proporciona el conocimiento racional
(científico, humanístico, filosófico) es siempre manifiestamente mejorable,
transitoria y siempre sustituida por otra verdad que simplemente explica más
cosas. Es, creo yo, la herencia que ha dejado en el espíritu humano una
tradición bimilenaria de verdades reveladas y dogmas de fe (y, también, la otra
herencia, la humanística, que otorga al ser humano, en tanto que poseedor de un
alma semejante a la de los ángeles, la capacidad de conocer la Verdad). Los
seres humanos tienden a sobrevalorar su capacidad de conocer. No se resignan a
ser pequeñas criaturas en un mundo sin dios que van, generación tras
generación, descubriendo torpemente cómo funcionan pequeñas parcelas del
universo y de sí mismos. Aspiran a la Verdad, y, como las fuerzas y la vida no
les alcanzan, inventan simplificaciones que les expliquen el todo. Lo que es
más confortable para el espíritu que vivir en la incertidumbre, en el temor a
estar radicalmente equivocado, o a que las cosas no tengan el sentido que les
hemos dado, o a que simplemente no tengan un sentido que podamos encontrar en
nuestras cortas vidas.
Y esto último tiene también que
ver con otro término que he utilizado con bastante alegría, el de ‘progreso’,
que también tiene mucho que ver con una determinada concepción del tiempo y de
la Historia unidas a una concepción teleológica de carácter, diría yo, también
religioso, basada en la idea de que existe una fuerza en el universo que
conduce las cosas hacia el bien. Pero lo cierto es que la idea de progreso es enormemente
problemática, entre otras cosas porque no hemos llegado a un acuerdo acerca de
cuál es ese ‘bien’ que perseguimos y, por lo tanto, no estamos en condiciones
de saber si el devenir de la humanidad nos acerca o nos aleja de él. Habría que
trabajar un poco sobre eso, sobre qué es el bien que perseguimos para la
humanidad y para el mundo antes de saber si progresamos o si avanzamos hacia el
desastre.
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