lunes, 15 de mayo de 2017

Entrega de premios del concurso literario del IES Zaraobe 2017



Concurso literario 2017


Por sorprendente que pueda parecer, uno de los textos escritos más antiguos que se conservan es el lamento de un poeta sumerio que se queja de lo difícil que es, en su tiempo, encontrar temas nuevos para un poema, puesto que todo, según él, está ya dicho y no hay nada nuevo bajo el sol. La tablilla en que este melancólico mensaje está escrito tiene más de tres mil años.
Sin embargo, los seres humanos han seguido escribiendo durante milenios bajo ese mismo sol que alumbra las mismas cosas.
Es cierto, probablemente, que los temas siguen siendo los mismos: las emociones que  provoca la belleza, el amor, el desamor, el dolor que nos devora y no conseguimos acabar de explicar, el mal que no comprendemos... Todo eso forma parte de la condición humana, de lo que nos hace uno con los otros. Sin embargo, cada mirada hacia el sol que nace, cada vibración que provoca en el ánimo la visión de una flor cuyo perfume nos llegó ayer y hoy vemos consumida por la helada es única, insustituible. Y encontrar la palabra justa que la exprese es una tarea delicada, una labor de artesanía que, cuando consigue su efecto, cristaliza ese momento para siempre y permite que esa experiencia individual e intransferible sea comprendida y compartida.

El discurso tiende inexorablemente a la inexactitud y, a veces, se acerca peligrosamente a la mentira. La labor de quien escribe, de quien escribe literatura sobre todo, es apartar el lenguaje de esos usos falsarios para encontrar algo auténtico; algo que refleje lo que todos somos, pero también lo que uno es en un momento. Algo que se parezca a la verdad. A las pequeñas verdades cuestionables y cambiantes que la razón y la sensibilidad humana pueden alcanzar en un universo cuyas coordenadas desconocen.
Frente a otras vías para fijar nuestro saber, frente a otras maneras de intentar conocer el mundo, la literatura, humilde y contingente, recoge  y refleja lo que vemos, pero también lo que imaginamos, lo que tememos o esperamos, lo que duele y lo que calma el ánimo. Nos refleja cuando tenemos razón y cuando estamos fatalmente equivocados. Y cuando buscamos desesperadamente el norte. Es el mayor registro de lo que hemos sido y de lo que hemos deseado y temido ser. A veces resulta complejo sondear la vertiginosa profundidad de sus mensajes. Pero la experiencia de intentarlo siempre nos hará más sabios.

Gracias a todos por seguir, miles de años después, intentando hacernos comprender con vuestras palabras toda la belleza y la miseria del mundo.

jueves, 3 de septiembre de 2015


¿QUÉ HACEMOS CON LA CULPA?

(Intento de respuesta a Jorge, que quiere ser bueno)


La pregunta, si no he entendido mal, es qué hacemos con la culpa los que no creemos que exista un dios que pueda perdonarnos, o ante el que podamos hacer méritos para ser perdonados.
Entiendo que esa preocupación surge a partir de tus contactos con gente católica que cree firmemente en el perdón de los pecados, en la idea de que existe un dios que tiene delegados en el mundo capaces de dispensar perdón a cambio de arrepentimiento y propósito de enmienda. Y, si lo analizas un poco, te darás cuenta de que esa creencia resulta cómoda, pero un tanto infantil. ¿Quién está realmente capacitado para impartir el perdón por miserias íntimas que a menudo uno es incapaz de explicarse a sí mismo? ¿Qué grado de conocimiento de la naturaleza humana y del funcionamiento de la sociedad y del mundo se necesitan para decir en serio “ego te absolvo” y para que eso tenga efecto real en una conciencia despierta? ¿De qué modo está capacitado un cura para indicar el modo de expiar una culpa?
La creencia en el perdón de los pecados es intrínsecamente católica, especialmente arraigada en los países del sur, y ni siquiera es común a todas las ramas del cristianismo.
El padre de un amigo protestante solía emplear el término ‘catholic’ como sinónimo de “moralmente laxo”. Yo, que había tenido una formación católica bastante superficial en las escuelas franquistas y sólo me había confesado de niño una vez, no entendía a qué se refería, y me dio una explicación simple: ¿por qué te vas a tomar la molestia de obrar con rectitud si tienes el recurso de contarle tus faltas a un cura y ser perdonado?
Funciona de un modo que me parece muy retorcido, porque lo que el cura está capacitado para perdonar no es el mal real que has causado al mundo, sino la ofensa hecha a dios. Y te libra de ir de cabeza al infierno, pero no te exime de pagar con sufrimiento terrible tras la muerte el daño causado. Sitúa en otra vida hipotética la compensación del mal por medio del castigo divino –con años o siglos de sufrimiento entre las llamas del purgatorio, por ejemplo-. Porque al final, es dios el  único que tiene la sabiduría suficiente para otorgar el perdón o decidir el castigo. Con lo cual, después de la confesión (en la que uno debe arrepentirse de su desobediencia ante dios, pero no necesariamente compadecerse de aquellos a quienes se ha perjudicado y buscar la reparación real del daño causado), uno puede quedarse tranquilo pensando que el problema está resuelto con la absolución y aguardar la temporada en el reformatorio con la esperanza de un final feliz y eterno en el paraíso. Todo eso me parece moralmente perverso. Porque el mal que hacemos los humanos sucede en este mundo. Es aquí donde hay que evitarlo o compensarlo. El castigo total y eterno en el infierno pretende tener una función disuasoria frente a la que el pecador puede muy bien pensar aquello de “largo me lo fiais” y no surtir ningún efecto. Y las penas del purgatorio (que no sé si sigue existiendo) son una coartada que hace innecesaria la compensación del daño o la ofensa. Con lo cual, la proporción real de mal en el mundo no tiene por qué disminuir.

UN SUCEDIDO

Calculo que tendría nueve años cuando, empezado ya el 4º curso de EGB, apareció en nuestra clase un chaval pelirrojo y pequeñito que enseguida mostró ser mucho más inteligente que la media de la clase. El profesor que teníamos entonces lo colocó en la primera fila, yo creo que a mi lado.
Empezamos a hablar enseguida. Me venía a buscar para ir a la escuela; a veces se quedaba a comer en mi casa o mi madre le ofrecía algo mientras él esperaba a que yo terminase la comida... Nos entendíamos bien. No nos gustaba jugar al balón y siempre teníamos conversación, aunque no recuerdo de qué hablábamos.
Siempre tenía un libro debajo del pupitre y leía todo el tiempo, incluso mientras el profesor explicaba. En una ocasión en que estábamos leyendo por turno, el profesor se dio cuenta de que estaba en otra cosa, saltó varios turnos y le ordenó a él que siguiera la lectura. Yo creo que todos contuvimos la respiración, porque aquél era ‘de los que pegaban’.  Pero él sólo vaciló un momento, levantó la vista y siguió en el punto exacto donde el anterior lo había dejado.
Un día vi que dos de los que se sentaban detrás (mis amigos) le daban collejas. Yo les pregunté por qué, si era majo, y C. me dijo que estaba tan a lo suyo que ni se enteraba. Y, por hacer la prueba, yo también le di una colleja. Él no dijo nada ni se enfadó. Me miró con una cara en la que yo leí algo como “Los otros son idiotas, pero tú...”. Yo me sentí fatal, pero le lancé una mirada burlona. Puede que hasta soltara una risa desafiante. Y entonces empecé a buscar razones para justificar el maltrato.
El resultado es que nos distanciamos. Dejó de venir a buscarme a casa y ya casi ni hablábamos. Él se quedó solo.
Es el primer ejemplo claro de traición que recuerdo haber cometido.
El curso siguiente nos cambiaron de escuela y no volví a saber de él ni lo volví a ver por el pueblo. Se apellidaba Saavedra y mis amigos le llamaban “Cerviguillo”.
Cuando me acuerdo de él, siento una punzada en el estómago que no se me pasa. Y no tiene cura.
Lo peor del asunto es que tardé años en entender qué había pasado, cuáles habían sido las consecuencias de la colleja, la dimensión del daño causado. Y más tiempo aún en entender por qué lo había hecho. Y cuando tuve más o menos madurado el asunto, ya sabía que no había perdón posible: ni siquiera buscarle para mostrarle mi arrepentimiento, invitarle a comer en mi casa como antes o cualquier otra estrategia absurda hubieran servido para remediar el hecho de que se sintió traicionado, que se quedó solo y que probablemente contribuí de manera decisiva a empeorar su visión del género humano.

Así que no queda más remedio que convivir con la culpa y buscar por tus propios medios algún tipo de expiación que suponga, por lo menos, la compensación del daño causado. Incluso aceptando que lo hecho, hecho está y tiene sus consecuencias irremediables para quien lo ha sufrido, yo creo que es posible reconciliarse con uno mismo intentando, por lo menos, mejorar la vida de otros tanto como has empeorado la de algunos.

El problema es que las cosas son complicadas y muchas veces cuesta entender por qué actuamos de una determinada manera, cuando podríamos haberlo hecho mucho mejor. A veces lleva tiempo entender los mecanismos que nos mueven y qué consecuencias van a tener nuestros actos y nuestras palabras, y sin entender eso estamos condenados a meter la pata una vez tras otra, y a vivir con la sospecha de ser, muy a menudo, moralmente ineptos. El aspecto positivo es que a veces se acierta, uno da en el clavo y hace lo correcto, y parece que todo encaja durante un rato. Es una sensación increíble.



miércoles, 5 de agosto de 2015

LA ESENCIA DEL NEOLIBERALISMO SEGÚN PIERRE BOURDIEU

La semana pasada, Le Monde diplomatique rescataba este artículo de Pierre Bourdieu de 1998. Me pareció tan clarividente que, aunque chapucera y apresuradamente, lo he traducido.





ESA UTOPÍA EN VÍAS DE REALIZACIÓN DE UNA EXPLOTACIÓN SIN LÍMITE

LA ESENCIA DEL NEOLIBERALISMO

¿QUÉ ES EL NEOLIBERALISMO? Un programa de destrucción de las estructuras colectivas capaces de suponer un obstáculo a la lógica del puro mercado

Por Pierre Bourdieu, Marzo de 1998

¿Es verdaderamente el mundo económico, tal como pretende el discurso dominante, un orden puro y perfecto que desarrolla implacablemente la lógica de sus consecuencias previsibles y está dispuesto a reprimir todas sus carencias por medio de las sanciones que inflige, ya de manera automática, ya –de modo más excepcional- por medio de sus brazos armados, el FMI o la OCDE y las políticas que imponen: bajada de los costes de la mano de obra, reducción del gasto público y flexibilización del trabajo? ¿Y si el neoliberalismo, convertido de esta forma en programa político no es, en realidad, más que la puesta en práctica de una utopía, pero una utopía que con la ayuda de la teoría económica a la que apela llega a concebirse a sí mismo como descripción científica de la realidad?

Esa teoría tutelar es una pura ficción matemática, fundada desde su origen en una abstracción formidable: aquella que en nombre de una concepción tan estrecha como estricta de la racionalidad identificada con la racionalidad individual, consiste en poner entre paréntesis las condiciones económicas y sociales de las disposiciones racionales y de las estructuras económicas y sociales que son condición de su ejercicio.

Para dar idea de semejante omisión, basta pensar solamente en el sistema de enseñanza, que no se toma en cuenta en cuanto tal en un tiempo en el que juega un papel determinante tanto en la producción de bienes y servicios como en la producción de productores. De esta especie de pecado original, encuadrado en el mito walrasiano (1) de la teoría pura,  derivan todas las carencias y todos los incumplimientos de la disciplina económica, y la obstinación fatal con la que se aferra a la oposición arbitraria que crea, por su sola existencia, entre la lógica puramente económica, fundada sobre la concurrencia y portadora de eficacia, y la lógica social, sumisa a la regla de la equidad.

Dicho esto, esta teoría originariamente desocializada y deshistorizada tiene, hoy día más que nunca, los medios para convertirse en verdad empíricamente verificable. En efecto, el discurso neoliberal no es un discurso como los demás. A la menera del discurso psiquiátrico, según Erving Goffman (2), es un “discurso fuerte”, que es tan fuerte y difícil de combatir porque tiene a su favor todas las fuerzas de un mundo de relaciones de  fuerzas que él contribuye ha convertir en lo que es, particularmente orientando las elecciones económicas de quienes dominan las relaciones económicas y uniendo así su propia fuerza simbólica a esas relaciones de fuerzas. En nombre de este protrama científico de conocimiento, convertido en programa político de acción, se lleva a cabo un inmenso trabajo político (negado en tanto que en apariencia es puramente negativo) que aspira a crear las condiciones de realización y de funcionamiento de la teoría, un programa de destrucción metódica de todo cuanto es colectivo.

El movimiento, hecho posible por la política de desreglamentación financiera, en contra de la utopía de un mercado puro y perfecto, se lleva a cabo a traves de la acción transformadora y, hay que decirlo claro, de la destrucción de todas las medidas políticas (entre las cuales el Acuerdo Multilateral de Inversión, destinado a proteger a las empresas extranjeras y a sus inversores contra los estados nacionales, es la más reciente) apuntan a cuestionar todas las estructuras colectivas capaces de poner obstáculos a la lógica del puro mercado: la nación, en cuyo marco el margen de maniobra no para de disminuir; los grupos de trabajo con, por ejemplo, la individualización de los salarios y de las carreras profesionales en función de las competencias individuales y la atomización de los trabajadores que resulta de ella; la misma familia que, a través de la constitución de mercados por clases de edad, pierde una parte de su control sobre el consumo.

El programa neoliberal, que extrae su fuerza social de la fuerza político-económico de aquellos a quienes expresa sus intereses –accionistas, operadores financieros, industriales, políticos conservadores o socialdemócratas convertidos a las dimisiones tranquilizadoras del ‘laisser-faire’, altos funcionarios de las finanzas, tanto más empeñados en imponer una política que preconiza su propia depreciación, de la cual, a diferencia de los cuadros de las empresas, ellos no corren riesgo alguno de pagar las consecuencias-, tiende globalmente a favorecer el corte entre la economía y las realidades sociales y a construir en la realidad un sistema económico conforme a la descripción teórica, es decir, una especie de máquina lógica que se presenta como una cadena de coacciones que encadena los agentes económicos.

La mundialización de los mercados financieros, unida al progreso de las técnicas de información, asegura una movilidad sin precedentes de capitales y ofrece a los inversores preocupados por la rentabilidad a corto plazo de sus inversiones la posibilidad de comparar de manera permanente la rentabilidad de las empresas más grandes y de castigar los fracasos relativos. Las propias empresas, ante semejante amenaza permanente, deben ajustarse de manera cada vez más rápida a las exigencias de los mercados, a riesgo, si no lo hacen, de perder la confianza de los mercados y simultáneamente el apoyo de los accionistas que, deseosos de obtener una rentabilidad a corto plazo, son cada vez más capaces de imponer su voluntad a los mánagers, de imponerles las normas a través de las direcciones financieras y de orientar sus políticas de contratación, empleo y salario.

Así se instaura el régimen absoluto de la flexibilidad, con las contrataciones de duración limitada o la interinidad y los planes sociales como repetición y en el seno mismo de la empresa, la competencia entre filiales autónomas, entre equipos obligados a la polivalencia y, en definitiva, entre individuos: fijación de objetivos individuales, entrevistas individuales de evaluación, evaluación permanente, alzas individualizadas de salarios  o concesión de primas  en función de la competencia y del mérito individual, carreras individualizadas, estrategias de responsabilización que tienden a garantizar la autoexplotación de ciertos cuadros que, siendo simples asalariados bajo fuerte dependencia jerárquica, son al mismo tiempo considerados responsables de sus ventas, de sus sucursales, de sus tiendas, etc., como si fueran independientes; exigencia de autocontrol que extiende la implicación de los asalariados según las técnicas de la gestión participativa mucho más allá de los cuadros de mando. Tantas técnicas de sometimiento racional que, imponiendo la sobreinversión en el trabajo, y no solamente en los puestos de responsabilidad y en el trabajo de urgencia, conducen a debilitar o a abolir las referencias y las solidaridades colectivas (3).

La instauración práctica de un mundo darwiniano de lucha de todos contra todos a todos los niveles de la jerarquía, que encuentra los mecanismos de adhesión al trabajo a destajo y a la empresa en la inseguridad, el sufrimiento y el estrés, no podría ser alcanzada si no encontrase la complicidad de la disponibilidad precarizada que produce la inseguridad y la existencia a todos los niveles de la jerarquía, incluso a los más elevados, de un ejército de mano de obra docilizada por la precarización y por la amenaza permanente del paro. El fundamento último de todo este orden económico situado bajo el signo de la libertad es, en efecto, la violencia estructural del paro, de la precariedad y de la amenaza de despido que implica: la condición del funcionamiento armonioso del modelo microeconómico individualista es un fenómeno de masas, la existencia del ejército de reserva de los parados.

Esta violencia estructural pesa también sobre lo que llamamos contrato de trabajo (sabiamente racionalizado por la teoría de los contratos). El discurso de empresa no había hablado nunca tanto de confianza, de cooperación, de lealtad y de cultura de empresa como en una época en la que se obtiene la adhesión a cada instante haciendo desaparecer todas las garantías temporales (las tres cuartas partes de los contratos son temporales, los empleos precarios no paran de crecer, el despido individual tiende a no estar sometido a ninguna restricción).

Vemos también cómo la utopía neoliberal tiende a convertirse en una especie de máquina infernal en la que la necesidad se impone a los propios dominantes. Igual que el marxismo de otros tiempos, con el que , desde este punto de vista, tiene bastantes puntos en común, esta utopía suscita una creencia formidable, la fe en el libre mercado, no sólo entre aquellos que viven materialmente de ella, como los financieros, los patrones de grandes empresas, etc., sino también entre aquellos que elaboran la justificación de su existencia, como los altos funcionarios y los políticos, que sacralizan el poder de los mercados en nombre de la eficacia económica, que exigen la supresión de barreras administrativas o políticas capaces de estorbar a los que detentan los capitales en la búsqueda puramente individual del beneficio individual, instituida como modelo de racionalidad, que desean bancos centrales independientes, que predican la subordinación de los Estados nacionales a las exigencias de la libertad económica para los dueños de la economía, con la supresión de todas las reglamentaciones en todos los mercados, empezando por el mercado de trabajo, la prohibición de los déficits y de la inflación, la privatización generalizada de los servicios públicos, la reducción del gasto público y social.

Sin compartir necesariamente los intereses económicos y sociales de los verdaderos creyentes, los economistas tienen suficientes intereses específicos en el campo de la ciencia económica para aportar una contribución decisiva a la producción y la reproducción de la fe en la  utopía neoliberal, sean cuales sean sus actitudes subjetivas ante los efectos económicos y sociales de esa utopía a la que dotan de razón matemática. Separados por toda su existencia y, sobre todo, por toda su formación intelectual, en la mayoría de los casos puramente abstracta, libresca y teoricista, del mundo económico y social tal y como es, están particularmente inclinados a confundir las cosas de la lógica con la lógica de las cosas.

Confiando en modelos que prácticamente nunca pueden someter a la prueba de la verificación experimental, contemplando desde arriba los logros de las otras ciencias históricas, incapaces de reconocer la pureza y la transparencia cristalina de sus juegos matemáticos y cuya necesidad y profunda complejidad son incapaces de comprender, participan y colaboran en un formidable cambio económico y social que, incluso si algunas de sus consecuencias les producen horror (pueden pagar cuota al partido socialista y dar prudentes consejos a sus representantes en las instancias de poder), no puede disgustarles, ya que ante el peligro de algunos fracasos, imputables  particularmente a burbujas especulativas, tienden a aportar realidad a la utopía ultraconsecuente (como en ciertas formas de locura) a la que consagran su vida.

Y sin embargo, el mundo sigue ahí, con los efectos inmediatamente visibles de la puesta en marcha de la gran utopía neoliberal: no solamente la miseria de una fracción cada vez más grande de las sociedades avanzadas, el incremento extraordinario de las diferencias de ingresos, la desaparición progresiva de los universos autónomos de producción cultural, cine, editoriales, etc. A causa de la imposición intrusiva de los valores comerciales, sino también y sobre todo la destrucción de  todas las instancias colectivas capaces de contrarrestar los efectos de la máquina infernal, al frente de las cuales estaría el Estado, depositario de todos los valores universales asociados a la idea de lo público, y la imposición por todas partes ,en las altas esferas de la economía y del Estado, en el seno de las empresas, de esta especie de darwinismo moral que, apoyado en el culto al winner, formado en las matemáticas superiores y en el ‘salto al vacío’ instaura como norma de todas las prácticas la lucha de todos contra todos y el cinismo. ¿Podemos esperar que la enorme cantidad de sufrimiento que un régimen político-económico semejante dé origen algún día a un movimiento capaz de detener la carrera hacia el abismo? De hecho, estamos ante una paradoja extraordinaria: en tanto que los  obstáculos en la vía de realización del nuevo orden –el del individuo solo pero libre- se consideran resultado de la rigidez y el arcaísmo, y  que toda intervención directa y consciente, al menos en tanto proviene, de un modo u otro, del Estado, esta desacreditada de antemano y por tanto conminada a desaparecer en provecho de un mecanismo puro y anónimo, el mercado (que, no lo olvidemos, es el espacio donde se ejercitan los intereses), es en realidad la permanencia o la supervivencia de las instituciones y de los agentes del viejo orden en vías de desmantelamiento, y todo el trabajo de todos los tipos de trabajadores sociales y también todas las solidaridades sociales o de otro tipo la que evita que el orden social se disuelva en el caos, a pesar del  volumen creciente de población precarizada.

El paso al neoliberalismo se realizó de manera insensible y, por lo tanto, imperceptible, como la deriva de los continentes, ocultando así sus efectos más terribles a largo plazo. Efectos que resultan también disimulados, paradójicamente, por las resistencias que suscita, desde ahora, por parte de quienes defienden el viejo orden alimentándose de los recursos que escinde, de las viejas solidaridades, de las reservas de capital social que protegen toda una parte del orden social de la caída en la ausencia total de normas. (Un capital que, si no se renueva, si no se reproduce, está condenado a la decadencia, pero cuyo aprovechamiento no es para mañana).

Pero estas mismas fuerzas de conservación, a las que resulta fácil tratar como fuerzas conservadoras, son también, desde otro punto de vista, fuerzas de resistencia a la instauración del nuevo orden, que pueden convertirse en fuerzas subversivas. Y si podemos conservar alguna esperanza razonable, es la de que aún existan en las instituciones estáticas y también en la actitud de los agentes (especialmente en la de los más ligados a estas instituciones, como la pequeña nobleza de Estado) fuerzas semejantes que, bajo la apariencia de defender simplemente un orden desaparecido y los “privilegios”, tal y como se les reprocha, deben, de hecho, para resistir la prueba, trabajar para inventar y construir un orden social que no tenga por única ley la búsqueda del interés egoísta y la pasión de la ganancia individual, y que abra espacio a colectivos orientados a la búsqueda racional de fines colectivamente elaborados y acordados.

Entre estos colectivos, asociaciones, sindicatos, partidos, como no dar un lugar especial al Estado, Estado nacional o, mejor aún, supranacional, es decir, europeo (una etapa hacia un Estado mundial), capaz de controlar y de gravar con impuestos las ganancias obtenidas en los mercados financieros y, sobre todo, de contrarrestar la acción destructiva que estos últimos ejercen sobre el mercado de trabajo, organizando con la ayuda de los sindicatos la elaboración y la defensa del interés público que, lo queramos o no, no saldrá jamás, ni al precio de cualquier falsa contabilidad matemática, de la visión de contable (en otros tiempos habríamos decho “de tendero”) que la nueva fe presenta como forma suprema de la realización humana.


lunes, 1 de junio de 2015

SOBRE VERDAD Y PROGRESO (Y UN POQUITO DE FOUCAULT)


SOBRE VERDAD Y PROGRESO (EN RELACIÓN CON FOUCAULT)

Por lo que recuerdo de lo que en su día leí de Foucault, yo sitúo su arqueología del conocimiento en la línea de los que ponen su empeño en buscar bases sólidas para un conocimiento más “verdadero” a partir de crítica radical del conocimiento dado por válido. Una de las cosas importantes que demuestra es que en determinadas épocas se emplean procedimientos para llegar a la verdad que el tiempo muestra como erróneas. Así, el método analógico que aborda en la primera parte de Las palabras y las cosas, este que consistía en establecer un vínculo entre realidades a partir de analogías formales (no sé si utiliza este ejemplo, pero si no, lo hace con otros similares: la hoja de la planta llamada ‘pulmonaria’, que recibe el nombre a partir de su semejanza con un pulmón humano; de modo que de esa semejanza se deduce que la infusión de esa hoja tiene propiedades curativas para los males del pulmón). Esta forma de conocimiento, que pervive en la cultura popular, al menos residualmente, se basa en la creencia de que el mundo, las cosas, nos envía mensajes que podemos comprender si observamos atentamente. Es una forma de conocimiento que sirve igualmente de base a la cultura de las herboleras que a la mántica de los arúspices o los augures. Se trata de preguntarle cosas al mundo y esperar que responda por medio de analogías que podemos intepretar.  Y ese modelo de conocimiento fue dominante durante épocas enteras, y alcanzó enorme poder.
Pero es que otro aspecto fundamental de la obra de Foucault es la relación que establece entre el conocimiento y el poder, el análisis del modo en que conocimiento y poder están interconectados –sobre todo a partir de las instituciones que generan e imparten conocimiento, verdad, justicia-, y del modo en que el poder se convierte en administrador de la verdad para autoafirmarse, para generar impresión de legitimidad, para perpetuarse y crecer, en definitiva. Recuerdo haber leído parte de un libro en el que analizaba el discurso de ciertas sentencias judiciales (que son algunas de las expresiones máximas de ‘discurso dotado de poder’, del poder de matar, incluso, o de privar de libertad) y del análisis se desprendía que, bajo el amparo del poder de la institución o del cargo, discursos privados del más mínimo rigor intelectual adquieren valor de verdad, y tienen el poder de destruir la vida, o de distribuir los recursos, o de alterar la realidad en favor de unos y en perjuicio de otros. ¿Someter a una crítica implacable ese tipo de discursos va unido a una cierta idea de progreso? Supongo que sí. ¿Revelar que una buena parte de las verdades de las ciencias –de las “humanas” y de las otras- están al servicio del poder es un progreso? Pues probablemente también. En la misma medida en que la crítica de Voltaire a los prejuicios del Antiguo Régimen favoreció la Revolución, la arqueología radical de Foucault puede ayudar, junto con otras maneras también radicales de entender (o de no entender) el mundo, a crear un caldo de cultivo del que surja una visión nueva y mejor del mundo. Puede. No lo sé. Pero hay que reconocer que su discurso, si bien cuenta con el respeto intelectual de muchos, no parece ligado a ningún ‘poder’ de los que realmente actúan en la transformación de la realidad. A pesar de que debería tener un peso enorme entre quienes quisieran transformar las estructuras que administran el conocimiento y el poder, no creo que tenga mucho eco en ese ámbito.

Al principio he hablado un poco alegremente de un ‘conocimiento más verdadero’. Eso implica, en principio, cierta dosis de fe en que pueda haber algo a lo que llamemos ‘verdad’.  El caso es que el conocimiento racional no parece capaz de suministrar verdades de carácter absoluto, indudables y permanentes. En ese terreno, la razón tiene la guerra perdida frente a la fe, y la ciencia no puede suplantar a la religión como suministradora de material de ese tipo. Sin embargo, parece como si los seres humanos fueran incapaces de mantenerse en pie en un mundo en que toda verdad que proporciona el conocimiento racional (científico, humanístico, filosófico) es siempre manifiestamente mejorable, transitoria y siempre sustituida por otra verdad que simplemente explica más cosas. Es, creo yo, la herencia que ha dejado en el espíritu humano una tradición bimilenaria de verdades reveladas y dogmas de fe (y, también, la otra herencia, la humanística, que otorga al ser humano, en tanto que poseedor de un alma semejante a la de los ángeles, la capacidad de conocer la Verdad). Los seres humanos tienden a sobrevalorar su capacidad de conocer. No se resignan a ser pequeñas criaturas en un mundo sin dios que van, generación tras generación, descubriendo torpemente cómo funcionan pequeñas parcelas del universo y de sí mismos. Aspiran a la Verdad, y, como las fuerzas y la vida no les alcanzan, inventan simplificaciones que les expliquen el todo. Lo que es más confortable para el espíritu que vivir en la incertidumbre, en el temor a estar radicalmente equivocado, o a que las cosas no tengan el sentido que les hemos dado, o a que simplemente no tengan un sentido que podamos encontrar en nuestras cortas vidas.


Y esto último tiene también que ver con otro término que he utilizado con bastante alegría, el de ‘progreso’, que también tiene mucho que ver con una determinada concepción del tiempo y de la Historia unidas a una concepción teleológica de carácter, diría yo, también religioso, basada en la idea de que existe una fuerza en el universo que conduce las cosas hacia el bien. Pero lo cierto es que la idea de progreso es enormemente problemática, entre otras cosas porque no hemos llegado a un acuerdo acerca de cuál es ese ‘bien’ que perseguimos y, por lo tanto, no estamos en condiciones de saber si el devenir de la humanidad nos acerca o nos aleja de él. Habría que trabajar un poco sobre eso, sobre qué es el bien que perseguimos para la humanidad y para el mundo antes de saber si progresamos o si avanzamos hacia el desastre.

jueves, 28 de mayo de 2015

Jorge Manrique- Explicación de las "Coplas por la muerte de su padre"


Coplas por la muerte de su padre
Jorge Manrique

Las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, son uno de los textos capitales de la literatura castellana. No se conoce la fecha exacta de su composición, pero debió ser posterior a 1476, año en el que murió don Rodrigo Manrique, padre del autor y a cuya muerte está dedicada la obra. El género al que pertenece es, por lo tanto, la elegía, un tipo de poema lírico cuya intención es expresar los sentimientos de dolor por la pérdida de un ser querido. Sin embargo, en este poema en particular esa pena está atemperada por una serie de consideraciones acerca de la brevedad de la vida terrenal, la necesidad de utilizarla rectamente para conseguir la vida eterna y por la idea, profundamente cristiana, de que D. Rodrigo, como hombre noble y valeroso que cumplió en todo momento con su deber, habrá alcanzado sin duda la vida eterna y ha dejado además entre sus allegados el consuelo de la memoria de sus buenas acciones. De hecho, se puede decir que en el texto la reflexión filosófica sobre el sentido que la vida terrenal debe tener para un hombre cristiano perteneciente a la nobleza ocupa más espacio que la pura expresión de sentimientos.

El poema está formado por cuarenta coplas de pie quebrado (coplas manriqueñas), de doce versos, divididas cada una en cuatro  secuencias de versos de 8, 8 y 4 sílabas. Se trata, por lo tanto, de una composición de arte menor.
La rima es a – b - c – a – b – c – d – e- f – d – e – f.

El poema se divide en dos secciones principales. La primera es un ‘sermón funerario’ con un contenido básicamente filosófico impregnado de religiosidad y  abarca las coplas I a XXIV. La segunda (estrofas XXV a XL) se centra en la figura de D. Rodrigo, en ella se hace una exaltación de sus virtudes como perfecto caballero cristiano y su recto comportamiento que le ha servido para dejar tras de sí una fama que le sobrevivirá largo tiempo, describe el modo en que  la muerte, personificada, viene a buscarle y la serena y respetuosa conversación que ambos mantienen y finaliza con una estrofa en la que el autor expresa el consuelo que supone para todos sus deudos el saber que D. Rodrigo deja tras de sí una fama de hombre intachable y el confiar en que haya alcanzado la vida eterna. Esta última parte es la que mejor se corresponde con las características de la elegía.

  Recuerde el alma dormida,         
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte              5
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,             10
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

El poeta llama al alma de todo ser humano, que está dormida ante la verdad fundamental, y le pide que despierte para darse cuenta de que la vida es fugaz y de que la muerte nos alcanza sin que nos demos cuenta. Todos los placeres que la vida nos ofrece se desvanecen enseguida, y después de haberlos conocido, nos causan tristeza (y esto es así por dos motivos: porque recordar el placer que hemos perdido siempre nos entristece, y porque el placer para una mentalidad medieval era a menudo consecuencia del pecado y esto nos aleja de la salvación del alma). Así pues, cuando miramos atrás, siempre nos parece mejor el pasado (el tiempo en que pudimos decidir lo correcto; el tiempo en que disfrutamos) que el presente. (En esta estrofa y en las dos siguientes, el autor desarrolla de forma magistral el tópico literario del tempus fugit, el tiempo huye inexorablemente.

  Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,                           15
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar             20
lo que espera,
más que duró lo que vio
porque todo ha de pasar
por tal manera.


Y esto es así porque el presente es fugaz: en cuanto uno se para a pensar en lo que está viviendo, ya se ha convertido en pasado. De tal modo que, visto que nuestro presente no tiene ninguna consistencia (no es permanente), una persona juiciosa no daría ningún valor al futuro, que no es más que una cadena de momentos que se desvanecerán para siempre. Pues no hay razones para esperar que lo que nos queda por vivir dure más que lo que ya hemos vivido y perdido: la vida seguirá su curso, convirtiendo el presente en pasado.
  Nuestras vidas son los ríos        25
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;                          30
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos          35
y los ricos.

En esta copla, Jorge Manrique desarrolla una de las alegorías más célebres de la literatura universal. Compara la vida de cada ser humano con un río. Según la posición social de cada individuo, ese río será más grande (‘caudal’) o más pequeño, pero todas las vidas, como todos los ríos, tienen el mismo fin, que es acabar en la muerte, o en el mar. Así, pasa a primer plano el tópico de la muerte como igualadora, que recoge la idea de que la muerte anula las diferencias sociales, pues todos los seres humanos estamos igualmente indefensos ante ella. En los tres últimos versos se aprecia un rasgo característico de la mentalidad medieval española: la sociedad dividida en dos categorías, la de los que trabajan con sus manos y la de los ricos, que no realizan trabajo físico ni deben realizarlo, pues sería deshonroso.
Invocación:

  Dejo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
no curo de sus ficciones,            40
que traen yerbas secretas
sus sabores;
A aquél sólo me encomiendo,
aquél sólo invoco yo
de verdad,                           45
que en este mundo viviendo
el mundo no conoció
su deidad.


Jorge Manrique, que poseía una considerable formación humanística, conocía a poetas y oradores clásicos latinos que comenzaban sus obras invocando a las musas y los dioses y, como ellos, comienza su sermón funerario con una invocación a las fuerzas divinas. Sin embargo, su invocación no se dirige a las musas y a los dioses paganos (pues para él, profundamente cristiano, eran divinidades ficticias que él asocia con la magia las ‘yerbas secretas’). Él, como caballero cristiano, invoca y pide ayuda tan sólo a Jesucristo, que vino al mundo en forma de hombre, no fue reconocido como dios y fue crucificado.

  Este mundo es el camino
para el otro, que es morada          50
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nacemos,             55
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.                         60

En esta estrofa introduce Manrique otra célebre alegoría que se ha convertido en tópico: la vida es un camino (tópico del homo viator) que debemos recorrer con prudencia y buen juicio (‘buen tino’) para no equivocar la ruta. Para él, el destino final al que nos conduce ese camino debe ser la salvación eterna (el otro mundo, que es una morada permanente donde no existe el dolor y donde podemos descansar por toda la eternidad). Así, la vida terrenal se convierte en un medio para alcanzar la vida eterna.

  Este mundo bueno fue
si bien usáramos de él
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquél                  65
que atendemos.
Aun aquel hijo de Dios,
para subirnos al cielo
descendió
a nacer acá entre nos,               70
y a vivir en este suelo
do murió.


En consecuencia, la vida terrenal no es despreciable: es un medio para conseguir el fin, que es la salvación eterna. Pero para ello debemos obrar bien, siguiendo los preceptos de la fe cristiana.
Para corroborar la idea de que la vida en este mundo no debe ser despreciada (como hacían los ermitaños que se dedicaban sólo a la oración), sino entendida como un medio para conseguir la salvación eterna por medio de acciones nobles pone el ejemplo de Jesucristo, que nació y murió como un hombre más entre los humanos para mostrar a los cristianos el camino de la salvación.

  Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,                          75
que en este mundo traidor,
aun primero que muramos
las perdamos:
de ellas deshace la edad,
de ellas casos desastrados           80
que acaecen,
de ellas, por su calidad,
en los más altos estados
desfallecen.


La salvación eterna debe ser el único fin de nuestra vida en la tierra. Frente a éste, todos los demás objetivos carecen por completo de valor. Todo lo que perseguimos y conseguimos en nuestra vida lo perdemos cuando llega la muerte, como ya nos ha dicho antes. Pero es que además, la mayoría de las cosas que deseamos nos son arrebatadas incluso antes de que muramos: unas las destruye el paso del tiempo; otras, las desgracias que nos suceden; otras, por sí mismas entran en decadencia incluso entre los más poderosos. En esta estrofa  y las cuatro siguientes se desarrolla paralelamente el tema de la fortuna (la diosa pagana que, con una venda en los ojos y una ruleta en la mano juega arbitrariamente con los destinos de los hombres) y el tópico de la vanidad o inconsistencia de los bienes terrenales (el tópico de vanitas vanitatum et omnia vanitas, que es la idea de que todos los bienes que ansiamos no merecen aprecio, pues ninguno resiste al paso del tiempo y, de hecho, no son más que trampas que la vida nos tiende para apartarnos del recto camino de la virtud).
  Decidme: la hermosura,             85
la gentil frescura y tez
de la cara,
el color y la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?                       90
Las mañas y ligereza
y la fuerza corporal
de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega al arrabal              95
de senectud.


El primer ejemplo de eso es la belleza física (y en este punto remarca su carácter efímero por medio de una interrogación retórica: ¿cuál se para?, es decir, en qué se convierte la belleza y los rasgos físicos que apreciamos cuando llega la vejez). El segundo es la energía y la agilidad de movimientos, que se pierden en cuanto se acerca la vejez (el ‘arrabal de senectud’).








  Pues la sangre de los godos,
y el linaje y la nobleza
tan crecida,
¡por cuántas vías y modos            100
se pierde su gran alteza            
en esta vida!
Unos, por poco valer,
¡por cuán bajos y abatidos
que los tienen!                      105
otros que, por no tener,            
con oficios no debidos
se mantienen.

Otro ejemplo de estas cosas del mundo que tanto apreciamos y que el mero paso del tiempo destruye es la nobleza del linaje (la sangre de los godos). Unos la pierden por falta de valor, por obrar de un modo que no está a la altura de lo que se debe esperar de un noble. Otros, porque por no tener suficiente riqueza  para mantenerse, se dedican a actividades indebidas (es decir, realizan trabajos físicos o actividades impropias de la nobleza, lo que acarrea la deshonra).

  Los estados y riqueza
que nos dejan a deshora,             110
¿quién lo duda?                 
no les pidamos firmeza,
pues son de una señora
que se muda.
Que bienes son de Fortuna            115
que revuelven con su rueda          
presurosa,
la cual no puede ser una
ni estar estable ni queda
en una cosa.                         120


El poder y la riqueza son otro ejemplo de esos bienes terrenales que ansiamos y nos puede arrebatar el tiempo. Esos dependen de la Fortuna (una divinidad romana representada habitualmente jugando con una rueda que decide sobre los bienes materiales de los hombres y que los trastoca según su capricho) y, por lo tanto, no son constantes ni permanentes.
  Pero digo que acompañen             
y lleguen hasta la huesa
con su dueño:
por eso nos engañen,
pues se va la vida apriesa           125
como sueño;                     
y los deleites de acá
son, en que nos deleitamos,
temporales,
y los tormentos de allá,             130
que por ellos esperamos,             
eternales.

Pero incluso si esos bienes que anhelamos nos acompañan hasta la muerte (‘la huesa’), no debemos fiarnos de ellos, pues el tiempo en que podemos disfrutarlos es muy breve. La vida pasa deprisa y el apego excesivo a los placeres terrenales puede causar la condenación eterna. (Insiste, pues, en el tópico de la vanitas vanitatum: todas esas cosas que anhelamos no son sino señuelos falsos que nos apartan del camino virtuoso y nos pueden llevar a la condenación eterna).
  Los placeres y dulzores
de esta vida trabajada
que tenemos,                         135
no son sino corredores,              
y la muerte, la celada
en que caemos.
No mirando nuestro daño,
corremos a rienda suelta             140
sin parar;                      
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta,
no hay lugar.

En una alegoría que reproduce la imagen de una cacería, esos placeres terrenales se representan como la jauría (‘corredores’) que persigue a nuestra alma para conducirla hasta una trampa (‘celada’)que sólo vemos cuando ya no hay marcha atrás.
  Si fuese en nuestro poder          145
hacer la cara hermosa               
corporal,
como podemos hacer
el alma tan glorïosa,
angelical,                           150
¡qué diligencia tan viva            
tuviéramos toda hora,
y tan presta,
en componer la cativa,
dejándonos la señora                 155
descompuesta!                   

Si pudiéramos embellecer nuestra cara tan fácilmente como podemos perfeccionar nuestra alma para hacerla digna de la salvación, con toda seguridad nos ocuparíamos en embellecer nuestra apariencia física (‘la cativa’, de poco valor) y descuidaríamos el alma (‘la señora’, que es mucho más noble e importante).
  Esos reyes poderosos
que vemos por escrituras
ya pasadas,
por casos tristes, llorosos,         160
fueron sus buenas venturas          
trastornadas;
así que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
y prelados,                          165
así los trata la muerte             
como a los pobres pastores
de ganados.

En la 2ª mitad del s. XIV, Boccacio escribió un libro que alcanzó gran fama, De cassibus virorum illustrium, cuyo título se podría traducir como Sobre las desgracias de los hombres ilustres, que creó toda una tradición en Europa y que fue tomado como modelo para otros como la adaptación al castellano de López de Ayala Caída de príncipes, que seguramente Jorge Manrique conocía. En esta obra se pasaba revista al modo en que la desgracia (atribuida en muchos casos a una Fortuna adversa) había destruido las vidas de hombres importantes. En las siguientes estrofas, Manrique se atendrá a esa tradición para demostrar aquello de lo que nos viene advirtiendo en el poema: que nadie, por poderoso que sea, está libre de que un giro de la Fortuna acabe con su buena suerte. Insiste también en esta estrofa en el poder igualador de la muerte, que trata a los más poderosos (papas, emperadores, prelados –obispos-) con la misma falta de compasión que a los pastores (a quienes toma como ejemplo de los más humildes de los hombres)

  Dejemos a los troyanos,
que sus males no los vimos           170
ni sus glorias;
dejemos a los romanos,
aunque oímos y leímos
sus historias.
No curemos de saber                  175
lo de aquel siglo pasado
qué fue de ello;
vengamos a lo de ayer,
que también es olvidado
como aquello.                        180


Ahora bien, en esta estrofa nos advierte de que no va a tomar sus ejemplos de la remota Antigüedad (la Guerra de Troya o Roma), que le resulta demasiado lejana, sino del pasado más reciente de la historia de Castilla. Y así lo hará, haciendo además un retrato de la convulsa historia del reino durante el siglo XV y aprovechando para reivindicar el importante papel de su familia en las constantes luchas y ajustar cuentas con los enemigos políticos de su familia que acabaron abatidos por la desgracia.

  ¿Qué se hizo el rey don Juan?
Los infantes de Aragón
¿qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán,
qué fue de tanta invención           185
como trajeron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?               190
¿qué fueron sino verduras
de las eras?


El repaso a los personajes ilustres que el tiempo  ha destruido comienza con el rey Don Juan (Padre de Isabel la Católica), con cuyo favorito Álvaro de Luna tuvo D. Rodrigo enfrentamientos hasta la muerte de aquél. Frente a D. Álvaro, Manrique tomó partido por los infantes de Aragón.
En cualquier caso, lo que destaca en esta estrofa, como en las ocho siguientes, es el uso del tópico del Ubi sunt? (¿dónde están?), que consiste en plantear en interrogaciones retóricas qué fue de personajes, situaciones y momentos importantes del pasado que el tiempo han destruido. Aquí se hace referencia a personajes encumbrados de la aristocracia, pero también al lujo y ostentación de la corte, reducidos ahora a la nada.

  ¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?                          195
¿Qué se hicieron las llamas         
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas                200
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?


En los primeros versos se pregunta qué ha sido del lujo y refinamiento del atuendo de las mujeres. En seis siguientes, parece hacer alusión al desenfreno amoroso de una sociedad influida por la moda de la poesía cancioneril y cortesana, acompañada de música y danza (e influida por la tradición provenzal del amor cortés).
Desde el punto de vista estilístico, en esta copla el tópico del Ubi sunt se une al uso del paralelismo, que hace que la estrofa se divida en cuatro interrogaciones retóricas de tres versos cada una y que presentan anáfora y la misma estructura sintáctica.

  Pues el otro, su heredero,         205
don Enrique, ¡qué poderes
alcanzaba!
¡Cuán blando, cuán halaguero
el mundo con sus placeres
se le daba!                          210
Mas verás cuán enemigo,
cuán contrario, cuán cruel
se le mostró;
habiéndole sido amigo,
¡cuán poco duró con él               215
lo que le dio!


Ahora le toca el turno al rey Enrique IV, heredero de Juan II. A él se enfrentaron los Manrique, que tomaron el partido de Isabel.  De su reinado critica también la ostentación, y destaca su derrota y su brevedad.

  Las dádivas desmedidas,
los edificios reales
llenos de oro,
las vajillas tan febridas,           220
los enriques y reales
del tesoro;
los jaeces, los caballos
de sus gentes y atavíos
tan sobrados,                        225
¿dónde iremos a buscallos?
¿qué fueron sino rocíos
de los prados?

El rey Enrique IV se caracterizó por asegurarse la alianza con los nobles que siguieron su partido gracias a enormes prebendas (‘dádivas desmedidas’) en perjuicio de otros nobles, y del resto de los ciudadanos.
El lujo de la corte también es subrayado por Jorge Manrique: los jaeces, los caballos /  de sus gentes y atavíos / tan sobrados, y termino con dos interrogaciones en el más puro estilo del Ubi sunt?.
La identificación de toda esa suntuosidad y despilfarro con el rocío de los prados destaca de manera muy plástica su fugacidad.

 Pues su hermano el inocente,
que en su vida sucesor               230
se llamó,
¡qué corte tan excelente
tuvo y cuánto gran señor
le siguió!
Mas, como fuese mortal,              235
metióle la muerte luego
en su fragua.
¡Oh, juïcio divinal,
cuando más ardía el fuego,
echaste agua!                        240


El personaje a quien se refiere en esta estrofa es el infante Alfonso, hermano de Isabel y hermanastro de Enrique, a quien una facción de la nobleza eligió de forma simbólica como rey para que liderase formalmente su lucha contra Enrique IV. Murió a la temprana edad de 15 años.
En la copla destacan las exclamaciones retóricas y la imagen personificada de la muerte que abrasa la vida del infante en su fragua.
  Pues aquel gran Condestable,
maestre que conocimos
tan privado,
no cumple que de él se hable,       
sino sólo que lo vimos               245
degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus villas y sus lugares,
su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?          250
¿Qué fueron sino pesares
al dejar?

Ahora le toca el turno al condestable Álvaro de Luna, que fue el mayor enemigo de los Manrique durante el reinado de Juan II. Pero finalmente cayó en desgracia y fue ejecutado como se describe en la estrofa, que termina también con una doble interrogación retórica en que cuestiona la fugacidad de las glorias humanas.
  Y los otros dos hermanos,
maestres tan prosperados
como reyes,                          255
que a los grandes y medianos
trajeron tan sojuzgados
a sus leyes;
aquella prosperidad
que tan alta fue subida              260
y ensalzada,
¿qué fue sino claridad
que cuando más encendida
fue amatada?

Los dos hermanos a los que se refiere en esta copla parecen ser d. Juan Pacheco, marqués de Villena y maestre de Santiago y d. Pedro Téllez Girón, que llegó a ser maestre de Calatrava. El primero fue valido del rey Enrique IV y el segundo alcanzó gran poder en la corte, hasta que murió en extrañas circunstancias (hay quien ha sugerido que fue envenenado). D. Juan Pacheco, que siguió influyendo en la voluntad del rey y defendiendo por todos los medios y liderando el partido de Juana la Beltraneja, también murió por una afección de garganta.

  Tantos duques excelentes,          265
tantos marqueses y condes
y varones
como vimos tan potentes,
di, muerte, ¿dó los escondes
y traspones?                         270
Y las sus claras hazañas
que hicieron en las guerras
y en las paces,
cuando tú, cruda, te ensañas,
con tu fuerza las atierras           275
y deshaces.

Ahora, dejando a un lado los casos particulares, se dirige a la muerte, en una invocación que recuerda a las imprecaciones y los denuestos de los plantos medievales. Destaca el imparable poder destructor de la muerte sobre las personas y las obras de las personas más poderosas (refiriéndose, como corresponde a su mentalidad de caballero perteneciente a la más alta nobleza, a ‘duques, marqueses y condes’ – y ‘varones’, lo que nos da muestra de la perspectiva profundamente androcéntrica desde la que enfoca su visión de la vida y la muerte).

  Las huestes innumerables,
los pendones, estandartes
y banderas,
los castillos impugnables,           280
los muros y baluartes
y barreras,
la cava honda, chapada,
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?                      285
que si tú vienes airada,
todo lo pasas de claro
con tu flecha.


La invocación a la muerte, unida al tono de denuesto y a la interrogación retórica continúa en esta estrofa. Para destacar la absoluta indefensión de todos los seres humanos ante la muerte, recurre a una serie de imágenes procedentes del ámbito militar que le son muy cercanas(recordemos que los Manrique estuvieron en primera línea de las guerras y conflictos dinásticos que jalonaron el s. XV). El poder de la muerte es capaz de superar cualquier defensa, incluso militar, que los hombres interpongan.
Con esta copla pone fin al ‘sermón funerario’ en el que, como hemos visto, reflexiona sobre la necesidad de ser conscientes de la brevedad de la vida y de desconfiar de los objetivos y de los placeres terrenales (incluida la lucha por el poder) que nos apartan del recto camino de la virtud, que es el único que puede garantizarnos la vida eterna, y en el que hace un repaso de personajes y situaciones que son ejemplo de este excesivo apego a las glorias mundanas, para acabar mostrando en invocación directa a la muerte que ni las personas (por encumbradas que sean) ni sus logros están libres de los embates de la caprichosa fortuna ni del poder de la muerte, ante el cual todos los esfuerzos humanos son vanos.

  Aquél de buenos abrigo,
amado por virtuoso                   290
de la gente,
el maestre don Rodrigo
Manrique, tanto famoso
y tan valiente;
sus hechos grandes y claros          295
no cumple que los alabe,
pues los vieron,  
ni los quiero hacer caros
pues que el mundo todo sabe
cuáles fueron.                       300



A partir de esta estrofa, el poema se centra ya en la figura de D. Rodrigo, cuyas virtudes encarnan las del perfecto caballero cristiano, y le han proporcionado no sólo la salvación eterna, sino una fama imperecedera que servirá de consuelo a sus descendientes y de modelo de conducta a quienes la lleguen a conocer.
Jorge Manrique lo describe como protector de las buenas gentes y valiente y protagonista de grandes hazañas de sobra conocidas en su tiempo. Estas cualidades morales y estos hechos gloriosos le han granjeado la fama entre sus contemporáneos –lo que, como veremos más adelante, es una fuente de consuelo para sus deudos y familiares, pues le garantiza un modo de pervivencia más allá de a muere en la memoria de las gentes).

  Amigo de sus amigos,
¡qué señor para criados
y parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforzados           305
y valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Cuán benigno a los sujetos!         310
¡A los bravos y dañosos,
qué león!


En esta estrofa destaca las dos cualidades supremas del Maestre: ensalza la figura de su padre como señor feudal fiel a sus aliados y amado por sus siervos y vasallos, y destaca la fuerza de su carácter como militar en la lucha contra sus enemigos (¡A los bravos y dañosos, / qué león!) . Pero destaca también su discreción y su razón (su prudencia y buen juicio), y su gracia e inteligencia para la vida cortesana. Todo ello mediante el recurso de la exclamación retórica.
  En ventura Octaviano;
Julio César en vencer
y batallar;                          315
en la virtud, Africano;
Aníbal en el saber
y trabajar;
en la bondad, un Trajano;
Tito en liberalidad                  320
con alegría;
en su brazo, Aureliano;
Marco Tulio en la verdad
que prometía.

En esta copla hace gala de su conocimiento de la Historia Antigua, propia de una formación incipientemente humanista, comparando a d. Rodrigo con hombres ilustres de la Historia de Roma: con Julio César en cuanto a su habilidad como estratega; en su virtud, con Escipión el Africano, con diversos emperadores y con el propio Cicerón en su capacidad para comunicar sus convicciones.
  No dejó grandes tesoros,
ni alcanzó muchas riquezas
ni vajillas;
mas hizo guerra a los moros,         340
ganando sus fortalezas
y sus villas;
y en las lides que venció,
muchos moros y caballos
se perdieron;                        345
y en este oficio ganó
las rentas y los vasallos
que le dieron.
Destaca a continuación la falta de apego de D. Rodrigo al lujo y a los bienes materiales (cuyo exceso ha criticado en la sección anterior al hablar de la corte de los Trastámara), y destaca su lucha por reconquistar tierras a los moros (es un hecho que tomó la villa de Huéscar con 28 años y fue generosamente recompensado por el rey Juan con el título sobre tierras, rentas y vasallos).

  Pues por su honra y estado,
en otros tiempos pasados,            350
¿cómo se hubo?
Quedando desamparado,
con hermanos y criados
se sostuvo.
Después que hechos famosos           355
hizo en esta misma guerra
que hacía,
hizo tratos tan honrosos
que le dieron aún más tierra
que tenía.                           360


En esta copla parece aludir a los conflictos de la familia Manrique con D. Álvaro de Luna, de los que finalmente salió bien parado.
  Estas sus viejas historias
que con su brazo pintó
en juventud,
con otras nuevas victorias
ahora las renovó                     365
en senectud.
Por su grande habilidad,
por méritos y ancianía
bien gastada,
alcanzó la dignidad                  370
de la gran Caballería
de la Espada.

Finalmente, d. Rodrigo, tras la muerte de Juan Pacheco, Marqués de Villena, alcanzó la dignidad de Maestre de la orden de Santiago
  Y sus villas y sus tierras
ocupadas de tiranos
las halló;                           375
mas por cercos y por guerras
y por fuerza de sus manos
las cobró.
Pues nuestro rey natural,
si de las obras que obró             380
fue servido,
dígalo el de Portugal
y en Castilla quien siguió
su partido
Participó en las luchas por la sucesión de Enrique IV, abrazando primero la causa de Alfonso de Castilla (hermanastro del rey y muerto con quince años) y finalmente defendió la sucesión de Isabel, por lo que se enfrentó al rey de Portugal (esposo de Juana la Beltraneja). En esta estrofa, Jorge Manrique hace una afirmación problemática, ‘Pues nuestro rey natural / si de las obras que obró / fue servido...’ que exigiría ahondar más en la biografía de D. Rodrígo, quien se enfrentó a Enrique IV, apoyó las pretensiones de Alfonso y posteriormente las de Isabel.
  
Después de puesta la vida          385
tantas veces por su ley
al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero:                           390
después de tanta hazaña
a que no puede bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña
vino la muerte a llamar              395
a su puerta,


Tras el recuento de los hitos principales de sus hechos guerreros y políticos, Jorge Manrique nos presenta la escena de la muerte de D. Rodrigo.
  diciendo: «Buen caballero,
dejad el mundo engañoso
y su halago;
vuestro corazón de acero,            400
muestre su esfuerzo famoso
en este trago;
y pues de vida y salud
hicisteis tan poca cuenta
por la fama,                         405
esfuércese la virtud
para sufrir esta afrenta
que os llama.

La muerte adopta una actitud benévola y respetuosa, completamente opuesta a lo que era su representación habitual en la tradición, por ejemplo, de las Danzas de la Muerte, y se dirige a él no para reprocharle sus pecados, sino para destacar sus virtudes de buen caballero, pidiéndole fuerza, valor y estoicismo para afrontar ese paso, lo que no le resultará difícil, pues ha trabajado toda su vida no por su propio bienestar, sino por consolidar su fama y su buen nombre.
  No se os haga tan amarga
la batalla temerosa                  410
que esperáis,
pues otra vida más larga
de la fama glorïosa
acá dejáis,
(aunque esta vida de honor           415
tampoco no es eternal
ni verdadera);
mas, con todo, es muy mejor
que la otra temporal
perecedera

La propia muerte le explica que, aunque el trago que le espera sea duro, debe servirle de consuelo la certeza de que deja tras de sí una fama que hará perdurar en la tierra el recuerdo de sus actos, lo que, aunque no es tan importante como la vida eterna, es mucho más noble objetivo que una vida entregada a los placeres temporales, que no dejan huella alguna en el mundo.
  El vivir que es perdurable
no se gana con estados
mundanales,
ni con vida deleitable
en que moran los pecados             425
infernales;
mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
y con lloros;
los caballeros famosos,              430
con trabajos y aflicciones
contra moros.

Según esta personificación de la muerte que habla con respeto a D. Rodrigo, la vida eterna, el vivir que es perdurable, no se gana alcanzando el poder (los estados terrenales), y mucho menos con los placeres de la vida deleitable, plagada de pecados y tentaciones. En una muestra clara de la mentalidad medieval de Jorge Manrique, asocia cada estamento a una forma de conseguir la vida eterna: el clero, por medio de la oración y los sacrificios; los caballeros famosos, representantes del estamento nobiliario, por medio de la lucha contra los infieles (moros).

  Y pues vos, claro varón,
tanta sangre derramasteis
de paganos,                          435
esperad el galardón
que en este mundo ganasteis
por las manos;
y con esta confianza
y con la fe tan entera               440
que tenéis,
partid con buena esperanza,
que esta otra vida tercera
ganaréis.»

Y, siguiendo con esta mentalidad de ‘guerra santa’, asegura que, puesto que ha luchado contra los paganos y derramado abundantemente su sangre, puede estar seguro de que ha ganado esa tercera vida, la vida eterna (la única importante para esta mentalidad medieval), mucho más valiosa que la fama y que la vida terrenal que está a punto de perder.
  «No tengamos tiempo ya             445
en esta vida mezquina
por tal modo,
que mi voluntad está
conforme con la divina
para todo;                           450
y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera         455
es locura
El Maestre responde a la muerte con serenidad, manifestando su estoicismo de raíz cristiana, que acepta su muerte como consecuencia de la voluntad divina, a la que es locura oponerse.
Oración:

  Tú, que por nuestra maldad,
tomaste forma servil
y bajo nombre;
tú, que a tu divinidad               460
juntaste cosa tan vil
como es el hombre;
tú, que tan grandes tormentos
sufriste sin resistencia
en tu persona,                       465
no por mis merecimientos,
mas por tu sola clemencia
me perdona.»

Y finaliza su alocución con una oración dirigida a Jesucristo, que para salvar a los humanos del pecado original se encarnó en cuerpo de hombre y sufrió grandes tormentos en su persona. A ese Jesucristo le pide humildemente perdón y clemencia.
Fin:

  Así, con tal entender,
todos sentidos humanos               470
conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos y hermanos
y criados,
dio el alma a quien se la dio        475
(el cual la dio en el cielo
en su gloria),
que aunque la vida perdió
dejónos harto consuelo
su memoria.                          480

Como colofón, Jorge Manrique completa el cuadro de una muerte serena y cristiana: un hombre completamente lúcido, acompañado por todos aquellos a quienes amó, que entrega el alma en paz para que sea conducida al cielo. Y subraya finalmente el consuelo que para todos aquellos que lo quisieron y respetaron supone el recordar la grandeza de ese hombre.


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LAS COPLAS Y LAS MUJERES


Jorge Manrique es un escritor encuadrado en el movimiento de la poesía cortesana o cancioneril, en el que las mujeres tienen un papel importante, no como creadoras pero sí como receptoras de la poesía y como fuente del sentimiento que la inspira. En este movimiento se cultiva un tipo de poesía amorosa fuertemente influida por la literatura del ‘amor cortés’, con la consiguiente tendencia a la idealización de la mujer amada. Sin embargo, las Coplas son un poema serio en el que se abordan temas como cuál debe ser la actitud del hombre perteneciente al estamento nobiliario ante la vida y cuál es el mejor camino para alcanzar la vida eterna. Y, curiosamente, en él no se menciona ninguna figura femenina (excepto la mujer del Maestre en la última estrofa, como testigo mudo de la muerte de su marido). Es una obra escrita desde una perspectiva androcéntrica, pensando en educar el espíritu de los hombres nobles que han de dedicarse, como se dedicó D. Rodrigo, a la guerra, a la política y a los asuntos de estado. Es evidente que las mujeres no desempeñan papel alguno en estos terrenos para Jorge Manrique.









OTRA VISIÓN HISTÓRICA DE D. RODRIGO MANRIQUE:

Hemos dicho que uno de los mayores enemigos de D. Rodrigo Manrique fue el condestable Álvaro de Luna, favorito del rey Juan II. Contra su modo despótico de gobernar el reino, D. Rodrigo Manrique y el infante D. Enrique de Aragón lideraron una conjura de nobles que, finalmente, se enfrentaron a Álvaro de Luna y a las tropas del rey en Olmedo en 1445. Según parece, antes de llegar a la lucha, ambos bandos parecían dispuestos a negociar. Pero una bravuconada del príncipe Enrique (el futuro Enrique IV de Castilla) precipitó una batalla que, si bien no causó muchas muertes, sí provocó la de Enrique de Aragón y la desbandada del ejército liderado por éste y por D. Rodrigo. Un poema satírico de la época, las anónimas Coplas de la panadera, describen a D. Rodrigo Manrique huyendo cobardemente a caballo:


Con lengua brava e parlera
y el coraçón de alfeñique,
el comendador Manrique
escogió bestia ligera,
y dio tan gran correndera
fuyendo muy a deshora
que seis leguas en un hora
dexó tras sí la barrera
.


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